Alfonso el Sabio en su siglo

Alfonso el Sabio en su siglo

La vida del Rey Sabio comprende los sesenta y tres años que corren de 1221 a 1284, es decir, el centro mismo del siglo XIII. Rey de Castilla y León y electo al Sacro Imperio, reformador del Derecho e impulsor de las ciencias y las artes, la actividad, tanto política como intelectual, que durante aquellas décadas desarrolló sobrepasó los límites de las fronteras peninsulares en una medida nunca antes ni después alcanzada por un monarca hispano durante la Edad Media, hasta el punto de hacer de él una figura clave para entender aquella época de culminación y postrimerías que fue la Cristiandad medieval del Doscientos. En efecto, un somero repaso por su vida y su obra ofrece la impresión de que Alfonso estuvo en el centro de todo aquello que de más interesante nos legó aquella asombrosa centuria.

Esta «centralidad» cronológica e individual se debe en parte a una insólita «centralidad genealógica», habida cuenta de que por las venas de Alfonso corría sangre de las principales dinastías europeas de la época. Hijo de Fernando III y Beatriz de Suabia, por vía paterna entroncaba con las casas reales de Inglaterra y de Francia (como bisnieto de Leonor de Inglaterra, esposa de Alfonso VIII, y sobrino-nieto de Luis VIII, casado con Blanca de Castilla), y por vía materna con las dinastías imperiales de Occidente y Oriente (como bisnieto asimismo de Federico I Barbarroja e Isaac II Ángelo). Semejante confluencia linajística hubo de sentirla Alfonso como providencial, y no poco de esta dimensión casi mesiánica se percibe en el sentido de la responsabilidad y en el vigor con que se impuso ambiciones políticas e intelectuales de tan enorme envergadura, como parece indicar un pasaje de la Estoria de España en que se interpreta que la nube de luz que cubrió España durante el nacimiento de Cristo quiso señalar que en ella «avié de nacer un príncep cristiano que serié señor de tod’el mundo, e valdrié más por él tod’el linage de los omnes, bien cuemo esclareció toda la tierra por la claridat d’aquella nuve en quanto ella duró». En cualquier caso, a pesar de que los acercamientos a su figura inviten con frecuencia a deslindar artificialmente sus facetas de Rey y de Sabio (y ello a menudo acompañado de la consabida idea de que fue un gigante del saber incapacitado para el gobierno), hay que advertir que Alfonso no parece haber concebido por separado ambas dimensiones de su paso por el mundo, sino más bien haber asumido su compromiso intelectual como una prolongación de su condición regia, como sugieren las conocidas palabras de la Segunda Partida en que declara que «Acucioso debe seer el rey en aprender los saberes, ca por ellos entendrá las cosas de raíz e sabrá mejor obrar en ellas».

Con respecto a su formación, pocos datos se conocen con seguridad. Entre sus posibles influencias directas se ha conjeturado la intervención de figuras como las del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, el dominico fray Pedro Gallego (posteriormente elevado a la sede episcopal murciana), los maestros de retórica Ponce de Provenza y Geoffrey de Everseley, el obispo Raimundo de Losana o el jurista italiano Jacobo de Junta. Vale la pena añadir el ascendente que sobre su cosmovisión pudo ejercer el contacto temprano con su colaborador judío Judá ben Moisés ha-Cohen (clave en la posterior elaboración de las obras astrológicas y mágicas), así como la posible educación musulmana del rey en la madrasa de Murcia bajo el maestro Ibn Abu Bakr al-Riquti, donde se ha defendido incluso que Alfonso habría aprendido a manejar el árabe con solvencia.

Por lo demás, es preciso admitir que, a pesar del sello personal que imprimió a todas sus iniciativas, tanto políticas como culturales, Alfonso se mostró a menudo, en ambos aspectos, heredero de la labor iniciada por su padre años antes de su ascenso al trono. En este sentido, desde el proyecto de restauración del Imperium hispanicum hasta el fecho de allende, pasando por el redescubrimiento del Derecho Romano o la utilización del gallego-portugués en la poesía cortesana y del castellano en la documentación cancilleresca, nos encontramos ante ideas o realidades que habían ya surgido en el entorno del Rey Santo.

La vida de Alfonso se reparte casi simétricamente entre sus respectivos periodos de actividad como infante (1221-1252) y como rey (1252-1284). Es de notar que tanto sus ideas políticas como su vocación sapiencial (de que debió de dar muestras desde muy joven) remontan ya a su época de heredero, como sugieren respectivamente su intervención en la conquista de Murcia por vía de pacto (1243) o su patrocinio de la traducción de la colección de apólogos orientales conocida como Calila e Dimna (1251). En efecto, para ponderar la temprana fama de sabio que le acompañaría toda su vida resulta significativo el hecho de que, ya en 1252, apenas unas semanas o meses después de su ascenso al trono, la lápida fundacional de las atarazanas de Sevilla se refiera a él como non ignarus Alfonsus.

Por lo que respecta a la ampliación de las fronteras del reino, que asumió como función connatural a su condición regia, Alfonso se batió en cuatro frentes simultáneamente: el acrecentamiento de la hegemonía castellano-leonesa entre los demás reinos cristianos peninsulares, la culminación de la conquista del solar hispano de manos musulmanas, y los llamados fechos de allende y del Imperio. El fracaso en la práctica de todos estos empeños políticos ha cubierto de sombras con frecuencia el balance que la historiografía secular ha vertido sobre su figura, quizá en ocasiones sin apreciar del todo la meta «general e grand» a que apuntó su propósito.

En el primer caso, los esfuerzos estuvieron dirigidos a la restauración del Imperium hispanicum bajo la persona del monarca castellano-leonés (de que existía el precedente al menos de otro Alfonso, el VII). El proyecto (heredado al parecer de su padre) condicionó en buena medida y desde temprano sus relaciones con los reinos vecinos de Portugal, Navarra y Aragón, y se vio jalonado por episodios de intervencionismo y reclamación territorial en Portugal, como la llamada «cuestión del Algarve» (reino que Alfonso exhibió en su titulación incluso tras su renuncia definitiva a él en el tratado de Badajoz de 1267), y de proyectos de anexión del trono navarro aprovechando los problemas sucesorios en el reino pirenaico tras las respectivas muertes de Teobaldo I en 1253, Teobaldo II en 1270 y de Enrique I en 1274. Por su parte, Jaime I de Aragón nunca vio con buenos ojos las ambiciones expansionistas de quien, desde 1246, se había convertido en su yerno (en virtud de la unión entre Alfonso y la infanta Violante), aunque ello no impidió que, con el tiempo, la alianza entre los dos reyes acabara cuajando en forma de amistad y apoyo mutuo. En definitiva, si bien la hegemonía peninsular del reino castellano-leonés bajo su mando no debió de estar nunca en discusión, Alfonso no llegó a alcanzar el reconocimiento explícito de Imperator Hispaniae.

Respecto al avance de los territorios cristianos en suelo peninsular, el Rey Sabio tampoco logró llevar mucho más allá lo conseguido por su padre. Frente al espectacular progreso de la ocupación castellano-leonesa en vida de Fernando III (en que habían sido incorporados a la corona amplísimas áreas de Andalucía, incluyendo Jaén, Córdoba y Sevilla, así como el reino de Murcia), las anexiones alfonsíes de los reinos de Jerez y Niebla (1261) resultan victorias pírricas si las consideramos en contraste con el malhadado episodio de la sublevación de los mudéjares (1264), las siempre ambiguas y complejas relaciones con el reino de Granada y las sucesivas entradas de los benimerines (1272, 1275 y 1277). Por lo demás, como prolongación de la cruzada peninsular, el fecho de allende (que pretendía recuperar el territorio africano del antiguo reino hispanovisigodo e incluso abrir el paso a una posible conquista de Tierra Santa a través del Magreb) tampoco alcanzó las ambiciosas expectativas del Rey, que se redujeron finalmente a la probable conquista temporal de alguna plaza marítima del norte de África al comienzo de su reinado y al desafortunado saqueo de la ciudad portuaria de Salé en 1260; dos décadas después, en 1279, la casi total destrucción de la flota cristiana ante las costas de Algeciras ponía fin al sueño alfonsí de ultramar.

Pero quizá el fracaso político más recordado de Alfonso es su frustrada aspiración al solio del Sacro Imperio Romano Germánico. Candidato a él por herencia materna (Beatriz era una Staufen prima hermana de Federico II), es bien sabido cómo el empeño alfonsí por erigirse en Romanorum Imperator (aunque deba entenderse en el marco de su particular cosmovisión) acabó por dilapidar las arcas del reino y extenuar los recursos y la paciencia de sus grupos de poder (nobleza, Iglesia y concejos). La historia del sueño imperial comenzó en 1256, cuando una embajada procedente de la ciudad italiana de Pisa ofreció a Alfonso el cargo, y terminó definitivamente en 1275, con la entrevista en Beaucaire entre el rey y Gregorio X, en la que el papa acabó por desestimar de una vez por todas la candidatura alfonsí en favor del ya por entonces proclamado emperador Rodolfo de Habsburgo. Entre medias, casi veinte años de campañas de presitigio, ingentes desembolsos de dinero y alta diplomacia internacional, que mantuvieron al rey de Castilla y León en el centro de las miradas de todo Occidente, pero que lo hicieron asimismo diana de las críticas progresivamente más aceradas de los sectores influyentes de su propio reino, a los que, en numerosas cortes y «ayuntamientos», no dejó nunca de solicitar medios para conseguir su propósito. De cualquier modo, si el fecho del Imperio se vio finalmente condenado al fracaso en buena medida fue porque Alfonso (gibelino de sangre y de convicción) no pareció contar nunca con el apoyo decidido de quien tenía la última palabra: el papado.

Si la aventura imperial socavó la economía del reino (lo que no le impidió, con todo, emprender una serie de medidas, sobre todo fiscales, que renovaron la compleja hacienda que había heredado), también condicionó en buena medida la «política interior» de Alfonso, que tuvo que ir plegándose progresivamente a las exigencias de una casta nobiliaria enfrentada al monarca casi desde el principio del reinado a cuenta de las intervenciones regias en el derecho foral o la implantación de determinadas medidas fiscales. El sostenido conflicto con la nobleza (detrás del que, en el fondo, se halla la rotunda centralidad de la función regia en el pensamiento alfonsí) conoció su episodio más crítico en 1272, cuando casi toda la alta nobleza castellano-leonesa se sublevó contra el rey, rompiendo su vasallaje y exiliándose en el reino de Granada, lo que obligó al monarca a retroceder en sus posiciones regalistas a través de una serie de concesiones a los nobles. Pese al posterior regreso de los magnates, la sombra de la conjura no dejó desde entonces de cernirse sobre el reino, con episodios tan infaustos como el ajusticiamiento del infante don Fadrique (hermano del rey) y de Simón Ruiz de Cameros en 1277, y terminó por provocar pocos años más tarde una conspiración encabezada por el segundogénito del rey, el futuro Sancho IV, en conflicto con su padre a causa de la sucesión del reino desde que en 1275 muriera prematuramente el heredero directo, don Fernando de la Cerda, dejando dos hijos varones de corta edad, los célebres Infantes de la Cerda, cuya prioridad en la línea de sucesión era defendida desde Francia en virtud del matrimonio entre don Fernando y Blanca, hija de san Luis. El conflicto desembocó finalmente en una guerra civil que dividió el reino entre los años 1282 y 1284, y que mantuvo al viejo y enfermo rey Alfonso conminado en Sevilla y abandonado por casi toda su familia (incluida su esposa Violante) y de buena parte de las fuerzas políticas del reino. Solo en este contexto de elevada tensión general y personal cabe entender algunas de las controvertidas decisiones que Alfonso se vio empujado a tomar en los últimos momentos de su reinado, tales como el desheredamiento y maldición de su hijo Sancho, la colaboración militar con los benimerines durante la guerra civil o la manda testamentaria que concebía la opción de anexionar a Francia el reino de Castilla y León.

            Estos y otros episodios de su trayectoria política, unidos a su fama de «astrólogo», contribuyeron a crear ya desde sus días una leyenda negra en torno a su figura que se vio acrecentada con el paso del tiempo bien por iniciativas interesadas en la defenestración de su memoria (de ahí el famoso relato de la blasfemia, según el cual el rey habría declarado que, si él hubiera estado junto a Dios en el momento de la creación del mundo, habría hecho algunas cosas mejor de lo que Dios las hizo), o bien por jucios críticos más o menos precipitados, que vienen a condensarse en la célebre fórmula de Eduardo Marquina, fundada en un juicio del padre Mariana: «De tanto mirar al cielo / se le cayó la corona». Sin embargo, a la luz de su propio concepto de la realeza («Vicarios de Dios son los reyes») cabe más bien pensar que Alfonso nunca dejó de ceñir su corona cuando miraba al cielo, o mejor, que ciñó su corona con vistas al cielo, con una altura de miras y un conocimiento de causa que no todos sus contemporáneos (ni sus estudiosos posteriores) supieron apreciar. Dan ganas de exclamar, contrafaciendo al juglar del Cid, «¡Dios, qué buen señor, si oviese buenos vasallos!».

EJC